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martes, 29 de octubre de 2013

Los Santos de Ocentejo

Doce de la madrugada, Ocentejo, un chiquillo pueblo de la alcarria manchega. La noche del día 1 de noviembre llega a la primera villa del territorio español que es bañado por el extenso y caudaloso Tajo. Famoso por su misterioso y enigmático castillejo, del que se ha escrito e investigado en numerosas ocasiones por su oscura procedencia y bastimento templario, hacia el pueblo van por el camino de El Santo, donde se sitúa la cruz en homenaje a los caídos en la Guerra Civil, los más jóvenes habitantes del pueblo.
Ellas caminan despacio y acompasadamente por el perfil izquierdo
de la calzada, vestidas de luto con negro velo. Ellos, de manera simétrica, caminan por el lado derecho, con oscuros trajes y portando azadas y azadones de diferentes tamaños sobre los que se apoyan. Iluminan el corto pero sinuoso camino que les dirige desde la cruz hasta la plaza de la iglesia los cirios que los dos grupos divididos llevan en sus manos.


Las apenas seis calles que recorrer el pueblo están vacías, silenciosas y frías. Solo en algunos ventanales de las cercanas casas a la plaza del principado, por donde atraviesa ya la comparsa, se percibe el color a hogar que ofrece la luz de las estufas. Nadie sale al encuentro de los caminantes, sin embargo, si se espera su visita.

Una vez el camino ha concluido, los dos grupos se encuentran ante la puerta abierta de la pequeña iglesia reconstruida de corte románico, que arroja una breve luz intermitente desde su interior. Esta vez juntos por parejas, chico y chica entran en la nave del templo, y se dirigen hacia la escueta capilla en el fondo más norte, donde unas velas en el suelo dan luz a una breve pero engalanada Virgen del Rosario. Aquí, los jóvenes rezan y dirigen unos concisos cánticos a la virgen en recuerdo de aquellos que ya no están. No en balde, este es el día de los santos y de los muertos.

Después de la liturgia en recuerdo por los familiares y amigos, llega la hora de cobrar a los habitantes del pueblo la ofrenda para estos. Las parejas de muchachos recorren ahora, con expresiones de temor y respeto en sus caras, las oscuras calles de Ocentejo llamando a las aldabas de las puertas de los vecinos, reclamando el famosos “truco o trato”. Las familias del pueblo saben que, las puertas que reciben la llamada de la comparsa, han de pagar la ofrenda que los jóvenes llevaran al cementerio. Dulces artesanales, pequeños calderos con gachas dulces y otros platos, son recogidos por los jóvenes para llevarlos al camposanto, donde esperan los muertos por los que han rezado.

Así, comienza el pequeño camino de ascenso al Huerto del Señor, situado en la loma del valle, bajo el cobijo del derruido castillejo. Ya es bien entrada la madrugada, y en la noche cerrada, la decreciente luna no ilumina el camino. Solo los gastados cirios de los jóvenes arrojan luz sobre el arco de medio punto que enmarca la entrada del cementerio del pueblo.

Cada pareja se dispone ante una losa. Ante una tumba. Ellas dejan los dos cirios sobre la misma, mientras, ellos cavan un pequeño agujero al lado de las lápidas donde depositan los alimentos. El objetivo es que los muertos, en su noche, se levanten y tengan con qué llenar sus almas y no molesten a los vivos.

Sin embargo cuenta la leyenda que, todas las parejas de jóvenes entran al cementerio del castillejo de Ocentejo para realizar la ofrenda. Pero que salen todas, menos una.


Ocentejo, 1 de noviembre de 1942.

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