Doce de la madrugada, Ocentejo,
un chiquillo pueblo de la alcarria manchega. La noche del día 1 de noviembre
llega a la primera villa del territorio español que es bañado por el extenso y
caudaloso Tajo. Famoso por su misterioso y enigmático castillejo, del que se ha
escrito e investigado en numerosas ocasiones por su oscura procedencia y
bastimento templario, hacia el pueblo van por el camino de El Santo, donde se
sitúa la cruz en homenaje a los caídos en la Guerra Civil, los más jóvenes
habitantes del pueblo.
Ellas caminan despacio y
acompasadamente por el perfil izquierdo
Las apenas seis calles que
recorrer el pueblo están vacías, silenciosas y frías. Solo en algunos
ventanales de las cercanas casas a la plaza del principado, por donde atraviesa
ya la comparsa, se percibe el color a hogar que ofrece la luz de las estufas.
Nadie sale al encuentro de los caminantes, sin embargo, si se espera su visita.
Una vez el camino ha concluido,
los dos grupos se encuentran ante la puerta abierta de la pequeña iglesia
reconstruida de corte románico, que arroja una breve luz intermitente desde su
interior. Esta vez juntos por parejas, chico y chica entran en la nave del
templo, y se dirigen hacia la escueta capilla en el fondo más norte, donde unas
velas en el suelo dan luz a una breve pero engalanada Virgen del Rosario. Aquí,
los jóvenes rezan y dirigen unos concisos cánticos a la virgen en recuerdo de
aquellos que ya no están. No en balde, este es el día de los santos y de los
muertos.
Después de la liturgia en
recuerdo por los familiares y amigos, llega la hora de cobrar a los habitantes
del pueblo la ofrenda para estos. Las parejas de muchachos recorren ahora, con
expresiones de temor y respeto en sus caras, las oscuras calles de Ocentejo
llamando a las aldabas de las puertas de los vecinos, reclamando el famosos
“truco o trato”. Las familias del pueblo saben que, las puertas que reciben la
llamada de la comparsa, han de pagar la ofrenda que los jóvenes llevaran al
cementerio. Dulces artesanales, pequeños calderos con gachas dulces y otros
platos, son recogidos por los jóvenes para llevarlos al camposanto, donde esperan
los muertos por los que han rezado.
Así, comienza el pequeño camino
de ascenso al Huerto del Señor, situado en la loma del valle, bajo el cobijo
del derruido castillejo. Ya es bien entrada la madrugada, y en la noche
cerrada, la decreciente luna no ilumina el camino. Solo los gastados cirios de
los jóvenes arrojan luz sobre el arco de medio punto que enmarca la entrada del
cementerio del pueblo.
Cada pareja se dispone ante una
losa. Ante una tumba. Ellas dejan los dos cirios sobre la misma, mientras,
ellos cavan un pequeño agujero al lado de las lápidas donde depositan los
alimentos. El objetivo es que los muertos, en su noche, se levanten y tengan
con qué llenar sus almas y no molesten a los vivos.
Sin embargo cuenta la leyenda
que, todas las parejas de jóvenes entran al cementerio del castillejo de
Ocentejo para realizar la ofrenda. Pero que salen todas, menos una.
Ocentejo, 1 de
noviembre de 1942.
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